Tras un invierno, la verdad, muy soso en catas y eventos, estoy teniendo suerte esta primavera y estoy pudiendo acudir a unas cuantas catas, alguna de ellas bastante interesantes.
Pero, ¿para qué sirve una cata? La pregunta parece sencilla, pero en boca de un enólogo de una de las mejores bodegas de Ronda, cuanto menos te hace enarcar una ceja. El fin último de una cata, ya sea entre amigos, ya sea entre profesionales, es probar vinos y decidir cuál es el que más ha gustado a una mayoría. Pero el problema de las catas, y a la vez su mayor virtud, es que no podemos ser para nada objetivos.
Una cata - digámosle “académica”- consta de tres pasos, a saber, vista, olfato y gusto. Y es aquí donde ya comienzan las discrepancias. Sin mucha dificultad podemos decir si un vino es tinto o blanco, pues rosados los hay bastante oscuros que en ocasiones cuesta diferenciarlos de un tinto. Pero luego podemos diferenciar matices entre violetas, púrpuras, morados, escarlatas, rojizos, ocres, tejas. Con los blancos podemos distinguir entre dorados, amarillos, pajizos, transparentes, con reflejos verdes, etc…
Cuando pasamos a la nariz la cosa se complica bastante. Un tinto enseguida nos llegaran aromas a frutas, pero lo que a mí me huele a mora, al otro le huele a frutas del bosque, unos sacamos el olor a regaliz y pimienta y otros balsámicos, minerales y calizas…
Yo he aprendido a base de experiencia y de una pequeña colección de olores que me regaló Paula hará un año. Los catadores profesionales se entrenan usando esta colección de olores (narices de vino), pero al final siempre queda lo que el cerebro de cada uno asocia una imagen con un olor.
Lo mismo se pude decir del gusto. Recuerdos, reminiscencias, sabroso, astringente, depende del paladar de cada uno de nosotros, pero al fin y al cabo, al menos para mí, lo importante es saber si el vino me gusta o no; si me gusta, poderlo comparar con otros vinos y ver como de diferentes o de diferentes que son entre sí.
Me han gustado mucho las catas a las que he podido ir en estas semanas, sobre todo las que he tenido cerca de casa, cosa que no es trivial, pues en estas latitudes de la ciudad de la Cruzcampo, aunque sigue siendo difícil poder tomar buenos vinos, cada vez es menos complicado, y creo que es digno de mencionar, aunque sea de pasada, estos sitios donde se está apostando por ofrecer algo distinto a la cerveza, algo que está en todos los bares y de la que no reniego, sobre todo con los calores que se aproximan.
Ankáse ha convertido de un tiempo a esta parte en uno de mis locales de referencia por estos lares, donde se han realizado varias catas interesantes, todas ellas de vinos andaluces. Han hecho una apuesta valiente pero arriesgada reivindicar los vinos andaluces, tintos y blancos. Valiente porque sirve para mostrar que aquí se hacen vinos que para nada tienen que envidiar lo que se hace en otras partes de España, pero que no nos tienen que hacer caer en patriotismos baratos o chovinismos trasnochados. Un vino tiene que ser, ante todo, de calidad, que podrá gustar más o menos, pero se nota cuando se ponen ganas y empeño en hacer las cosas, y si el vino es malo, hay que llegar y decirlo, por mucho que lo haga un paisano. Nidiahay en todas partes.
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