10/07/2012

¿Por qué no bebemos vino? (I)



Ya decía Julio Cesar: “Beati Hispani quibus bibere vivere est”, algo así como “Afortunados Hispanos para quienes beber es vivir”. Por un lado, Julio se reía de los hispanos (y sus descendientes) que al hablar no distinguen entre el sonido /b/ de la /v/ (que para ellos tiraba hacia la /f/), vamos, que para los locos romanos en aquellos tiempos  no sabían si  vivíamos en Numancia o si por el contrario nos bebíamos un Numanthia.
Lo que si tenían claro es que nos gustaba el morapio  y algo tenía que tener aquel vino cuando ya se lo llevaban para Roma en galeras.  Pasan los siglos  y seguimos sacándole cantares al vino, lo hemos incluido en nuestra cultura, en nuestra dieta, en nuestra vida. Pero este idilio puede tener los días contados.

Llevo tiempo leyendo multitud de noticias de cómo está bajando el consumo de vino en España, aportando razones muy sesudas, otras muy peregrinas, razones con las que se puede estar en mayor o menor acuerdo, pero las experiencias que he tenido y que me han contado últimamente, me indican que las razones son más simples y abundantes de lo que muchos informes oficiales y oficiosos puedan dar.
Tampoco soy un experto ni pretendo ser un Charlon Heston iluminando a su pueblo, ni tampoco creo que sea cuestión de dar el peñazo, al menos de una tacada, pero creo que es un tema interesante que lo podemos llevar por partes.

Tranquilos, que esto yo lo convierto en vino...

Hará cosa de un mes, pongamos uno de esos raros viernes que libro, un viernes por la noche por el centro de Sevilla, temperatura agradable, terrazas (o veladores) hasta las trancas y una compañía más que agradable. Nos dirigimos a un bar/taberna que me han recomendado por sus tapas y sus vinos, ya os digo, pleno centro, al lado de la Plaza Nueva. Me comentaron que había pocos vinos, pero buenos y baratos, todo me hacía pensar que pasaríamos un buen rato y con un poco de suerte me ayudaría a crear alguna entrada  del blog, y vaya si me está ayudando.
No hacemos más que sentarnos en el velador y nos sale al paso un gracioso camarero que nos da la carta de la comida (“todo está bueno”), nos relata esos platos fuera de carta y comienza el diálogo de la anésdota:

-       -  Jóvenes, ¿para beber?

-     -  Un agquarius de limón (sin hielo), un tinto de verano con naranja y para mí un tinto ¿qué tenéis?

-    -   Rioja y Ribera (piloto de pre-alarma encendido)

-     -  Mmmm… vale, pero ¿cuáles?

-     -  Ya te digo, Rioja y Ribera (bocinas y campanas activadas)

-      - No, si eso lo entiendo, me refiero que vinos, que marcas…

-    - ¡Ah!, pues ni idea (alarma general activada, arriando botes salvavidas), al fin y al cabo los dos son… lo mismo…(¡¡abandonen el barco, abandonen el barco!!)

Al final me pedí una cerveza…

Puedo entender que un bar de barrio donde el  trasiego de clientes se basa en los mismos parroquianos que acuden día a día al mismo sitio, tenga si acaso un par de vinos socorridos y un peleón para las “mezclas”; pero en bares-tabernas donde tu clientela se basa en la gente que pasa por delante de tu puerta, con el agravante de estar en una ciudad que tiene una fuerte industria en el turismo…, no digo que tengas que tener una cava climatizada con quince vinos de cinco denominaciones de origen o vinos de la tierra de distintas crianzas, que sí, que sería genial, pero con tener tres vinos por copa curiosos, de esos que cuestan a menos de 10€ la botella, que sepas lo que  tienes entre las manos, y fundamental, que respetes al cliente que tienes que tratar, vas sobrado, porque ese cliente te va a volver cuanto menos, y que te va a enviar más clientes a poco que le gustes.

Pero vayamos ahora al otro extremo.

En el barrio nuevo al que nos hemos mudado, andamos buscando un refugio, un sitio que tomar de referencia a la hora de salir y que nos sirva para llevar a los amigos a tomar algo cuando se acerquen por casa (y no haya nada en la nevera). Un día vemos un local que llamaremos “Las Delicias de Baco”, por hacernos una idea. En la puerta hay a modo de decoración, toneles (vacios) de importantes bodegas españolas, me daba ganas de entrar por la puerta y decir aquello de ¡¡Mamá, ya estoy en casa!!. Nos sentamos en la terraza y el camarero, menos socarrón, inicia el mismo ritual que el anterior, pero en esta ocasión nos entrega una carta de vinos cuando nos interesamos por los mismos, una pedazo de carta que incluye a toda la nobleza de los vinos españoles y una selección de champán francés…La botella de tinto más asequible a mi bolsillo era un Ribera a 18€ la botella y un Chardonay andaluz a 12€.
A la vuelta del camarero, preguntamos si tenían vinos por copas, asustaros: Ribera, Rioja y Rueda. Escaldado de la experiencia anterior, preguntamos QUE vinos en concreto. “Vino de la casa” nos dice, “pero se lo voy a consultar en barra”. Bueno, ya es algo. Finalmente los vinos eran de confianza, así que pedimos un Rueda y un Ribera. El blanco era correcto, pero el tinto me daba la impresión de que llevaba al menos 3 días abierto, mal asunto.


Este es el caso contrario al de antes, una pedazo de carta a unos precios que me puedo permitir una vez cada cuatro años, o por navidades un año de estos. Si fuera un local en el centro o de un local con prestigio, puedo entenderlo, pero un local en un barrio normalito… como que no me cuadra, el vecino que tienes encima, bien se va a restringir a tomar cervezas o bien te va a dejar como penúltima opción.

Tenemos nuestra primera causa: no hacen al vino atractivo, no sabemos lo que busca el consumidor habitual o le imponemos nuestro criterio. De esta forma, es más interesante una cerveza, un refresco o agua: sabes lo que te vas a encontrar, el precio es más bajo (y más rentable para el hostelero) y la variedad es menor.

La próxima entrega hablaré sobre el precio del vino ¿pagamos de más?

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